Juana heredaría de su madre el hondo cariño a la tierra, la apasionada defensa de su casa y de los suyos, la viva imaginación rayana en lo artístico, la honradez y el espíritu de sacrificio. En su vejez contaba que fue su padre quien le enseñó a cabalgar, incentivándola a hacerlo a galope lanzado, sin temor, y enseñándole a montar y a desmontar con la mayor agilidad. La llevaba además consigo en sus muchos viajes, aun en los más arduos y peligrosos, haciendo orgulloso alarde ante los demás de la fortaleza y de las capacidades de su hija.
La ciudad de su nacimiento era una de las más importantes de la América española, en la que se encontraban la Universidad de San Francisco Javier, la Audiencia y el Arzobispado. En los claustros de la primera se formaron la mayoría de quienes protagonizaron la historia de las independencias argentina y altoperuana. Era una ciudad socialmente estratificada, desde la aristocracia blanca que podía alardear de antepasados nobles venidos desde la Península Ibérica hasta los cholos miserables que mendigaban por las empinadas calles empedradas o mal subsistían del "pongueaje" en las casas señoriales. Entre ambos había sacerdotes, togados y concesionarios enriquecidos fabulosamente con las cercanas minas de Potosí, a pesar de que sus vetas de plata habían ido agotándose con la explotación irracional que devoró miles y miles de vidas indígenas.
En aquella época, lo que resalta aún más la extraordinaria trayectoria de doña Juana, las mujeres estaban irremisiblemente condenadas al claustro monacal o al yugo hogareño. De niña, Juana gozó en la vida de campo de libertades inusitadas para la época. Se crió con la robustez y la sabiduría de quien compartía las tareas rurales con los indios al servicio de su padre, a quienes observaba y escuchaba con curiosidad y respeto, hablándoles en el quechua aprendido de su madre y participando de sus ceremonias religiosas. Durante su infancia aprenderá el quechua, el aymará y el español. La intensa relación de Juana con su padre se acentuó aún más con el nacimiento de una hermana, Rosalía, quien capturó la mayor parte de los desvelos maternos, en tanto don Matías terminaba de convencerse de que jamás sería bendecido con un hijo varón.
Siguiendo con las costumbres de la época, terminada su infancia, Juana se trasladó a la ciudad para aprender la cartilla y el catecismo, lo que hacía sin duda a contrapelo de su espíritu casi salvaje, enamorado de la naturaleza, de los indígenas y del aire libre, pero que también le confirió la posibilidad de desarrollar su inteligencia notable y le aportó las nociones para organizar el pensamiento lúcido que siempre la caracterizó.
Marcada por un sino trágico que la perseguiría toda su vida y que la condenaría a la despiadada pérdida de sus seres más queridos, su madre muere súbitamente cuando Juana cuenta siete años sin que jamás pudiese enterarse de la causa misteriosa, por lo que su padre la llama nuevamente junto a él, al campo. Pero esto tampoco duraría mucho porque don Matías, enzarzado en una aventura amorosa, muere también, violentamente, sospechándose que a mano de algún aristócrata peninsular que por su posición social pudo evadir todo escarmiento. Su crianza quedará a cargo de sus tíos junto a su hermana Rosalía. Su adolescencia será conflictiva, ya que chocará con el conservadurismo de su tía, por lo que será enclaustrada en el Convento de Santa Teresa. Se rebelará contra la rígida disciplina, promoviendo reuniones clandestinas, donde conocerá la vida de Túpac Amaru y Micaela. Leerá la vida de Sor Juana Inés de la Cruz entre otros, lo que le llevará a la expulsión a los 8 meses de internada. De regreso a su región natal, conoce a Melchor Padilla, padre de su futuro marido, amigo de los indios y obediente de las leyes realistas, quien muere lejos de su casa, en una cárcel porteña, acusado de colaborar con otra rebelión indígena, en el año 1784. Ligados a la historia de la resistencia alto peruana, estos hitos biográficos de Padilla ejercerán una enorme influencia sobre la formación de Juana Azurduy.
Manuel Padilla, hijo, establece una relación de profunda amistad con Juana. Éste frecuentó las universidades de Chuquisaca y compartió con Juana, su conocimiento por la revolución Francesa, las ideas republicanas, la lucha por la libertad, la igualdad, la fraternidad. Conoció los nombres de: Castells, Moreno, Monteagudo. Un 8 de marzo de 1805 contrajeron matrimonio, del que nacerian 2 hijos y 3 hijas. Gozaron de una buena posición económica, pero Manuel como era criollo no pudo participar de cargos en el cabildo. Con la caída de Fernando VII bajo la ocupación de Napoleón, el 25 de mayo de 1809 se produjo la revolución de Potosí, en la que se subleva el pueblo de Chuquisaca, revolucionando el Virreinato del Río de la Plata desde el Alto Perú.
Manuel Padilla se sumó a la resistencia y encabezó a los indios Chayanta y triunfó. Juró servir a la causa americana y vengó a los patriotas fusilados en el levantamiento de La Paz. Unos años después se condenó a la cárcel y a las mazmorras a todos aquellos que participaron de los levantamientos, entre ellos Padilla. Juana defendió con rebenque en mano su propiedad ante los realistas. Al año siguiente de la Revolución de Mayo, Manuel Padilla se unió a Martín Miguel de Güemes, queriendo Juana acompañarlos, pero estaba prohibida la presencia de mujeres en el ejército.
Su casa fue confiscada y debió ocultarse en la casa de una amiga. Sabedora de que la hora de combatir le llegaría tarde o temprano, porque su deseo así lo auguraba, Juana ordenaba a sus ayudantes que le fabricaran muñecos de paja con los que luego ella se ensañaba, atacándolos con alguna espada que su esposo había abandonado por mellada e inservible. O los atravesaba con una lanza de larga vara que aprendió a sujetar con fuerza en su sobaco, taloneando su cabalgadura como su padre le había enseñado hacía ya muchos años. También aprendió a lanzar las boleadoras con bastante eficacia y la que hasta no hacía mucho fuese una dama chuquisaqueña se enorgullecía ahora porque su brazo se endurecía y la espada parecía pesar cada vez menos, desbaratando ejércitos de muñecos. Y así, en 1813 Padilla y Juana se pusieron a las órdenes de Belgrano, nuevo jefe del Ejército Auxiliar del Norte, llegando a reclutar 10.000 milicianos. Durante la Batalla de Vilcapugio, Padilla y sus milicianos debieron transportar la artillería sin participar en el combate. Juana Azurduy organizó luego el "Batallón Leales" que participó en la Batalla de Ayohuma el 9 de noviembre de 1813, que significó el retiro de los ejércitos argentinos del Alto Perú.
La lucha se desplazó al nordeste de Bolivia, donde se le llamó la "Guerra de las Republiquetas”. Lo más notable de este movimiento multiforme y anónimo es que, sin reconocer centro ni caudillo, parece obedecer a un plan preconcebido, cuando en realidad sólo lo impulsa la pasión y el instinto. Cada valle, cada montaña, cada desfiladero, cada aldea, es una Republiqueta, un centro local de insurrección, que tiene su jefe independiente, su bandera y sus grupos vecinales, cuyos esfuerzos convergen, sin embargo, hacia un resultado general, que se produce sin el acuerdo previo de las partes. Y lo que hace más singular este movimiento y lo caracteriza es que las multitudes insurreccionadas pertenecen casi en su totalidad a la raza indígena o mestiza, y que esta masa, armada solamente de palos y de piedras, cuyo concurso poco pesó en las batallas ortodoxas, reemplaza con eficacia la acción de los precarios ejércitos, contribuyendo al triunfo final tanto con sus derrotas como con sus victorias, esporádicas y casi milagrosas.
Sus telégrafos eran tan rápidos como originales, porque sus comunicaciones las hacían con el fuego. En las cumbres de casi todas las montañas existían puestos de indígenas que con ojos de águila observaban cuanto sucedía en los pueblos, caminos o llanuras. Una hoguera visible en alguna altura, orientada en tal o cual dirección, encendida con maderas diversas, desde muy larga distancia avisaba a los guerrilleros la ruta que seguían las fuerzas realistas, su composición y hasta su número. De ahí la razón porque los peninsulares eran casi siempre sorprendidos por los patriotas y el motivo por el que éstos casi siempre lograban burlar las persecuciones de sus enemigos.
Cuando aparece en la escena política Juana Azurduy, la presencia femenina —en el Alto Perú y en el Virreinato del Río de la Plata— motivará un desafío para las mujeres. Ellas fueron espías, correos y muchas veces lucharon con los ejércitos en esa « guerra de las republiquetas»; sin ellas las batallas no hubieran sido lo mismo, inclusive, para muchos historiadores, los conflictos bélicos tal vez hubiesen durando aún más. La ruptura del orden privado femenino se beneficiará a través de los conflictos que se sucedieron debido a que «el proceso revolucionario dividió a la sociedad y desde luego también a las mujeres» (Barrancos 2007:93) del primer tercio del siglo XIX.
Muchas de estas mujeres pasaron a formar parte del panteón de heroínas, pero, para ello, tuvieron que enfrentar el conflicto que representó el rol que se había impuesto a las mujeres en la sociedad colonial que era el de ser sumisas y principalmente silenciosas, y que, con su intervención provocaron un desacato a las leyes y normas establecidas.
En el mes de marzo de 1814, Padilla y Azurduy vencieron a los realistas y junto a las tropas revolucionarias decidieron dividirse: Padilla se encaminó hacia La Laguna y Juana Azurduy se internó en una zona de pantanos con sus cuatro hijos pequeños. Allí se enfermaron cada uno de sus cuatro hijos, donde murieron Manuel y Mariano, antes de que Padilla llegara en auxilio. De vueltas en el refugio del valle de Segura murieron Juliana y Mercedes, las dos hijas, de fiebre palúdica y disentería. Dicen los biógrafos que comienza aquí la guerra brutal contra los realistas. Su motivación era ya no sólo el librar a su patria del opresor extranjero, sino que de entonces en más se trató también, y quizás más que nada, de vengar la muerte de sus cuatro hijos.
Juana y su marido practicaron guerra de guerrillas, como forma de insurgencia indígena y no de ejércitos regulares, para derrotar a la Corona y defender sus tierras. Las cargas de caballería de Juana, dirigidas al vuelo de su caballo se hicieron temibles. Actuaría siempre acompañada con sus ejércitos llamados «los Leales», (los leales a la causa de la revolución) y sus «Amazonas», compuesta generalmente por mestizas e indias, que seguían entusiastamente a la guerrera durante los años 1811 hasta 1825.
Juana está nuevamente embarazada cuando combate el 2 de agosto de 1814 con Padilla y su tropa, en el cerro de Carretas, sufre ya los dolores de parto cuando escucha las pisadas de la caballería realista entrando en Pitantora. Así, Luisa Padilla, la última hija de los amantes guerreros, nace junto al Río Grande. Un grupo de suboficiales quisieron arrebatarle la caja con el tesoro de sesenta mil duros, el botín de guerra con el que contaban para su supervivencia las tropas revolucionarias, y que Juana Azurduy custodiaba con celoso fervor. Juana se alzó frente a ellos con su hija en brazos y la espada, feroz y decidida, montó a caballo con la pequeña Luisa y, juntas, se zambulleron en el río. Lograron llegar con vida a la otra orilla. La hija recién nacida quedó a cargo de Anastasia Mamani, una india que la cuidó durante el resto de los años en que su madre continuó luchando por la independencia americana.
Mas tarde, los revolucionarios ocuparon Potosí y Padilla fue el encargado de organizar el ejército, tarea a la cual se sumó Juana. Su ejemplo hizo que muchas mujeres se sumaran a la gesta. "En poco tiempo, el prestigio de Juana Azurduy se incrementó a límites casi míticos. La leyenda alrededor de la figura de la esposa de Manuel Ascencio Padilla continuaba creciendo en vastas regiones del Alto Perú, adquiriendo características sobrenaturales. Fortalecida su identificación con “la Pachamama”, el austero Bartolomé Mitre en su Historia de Belgrano dice: "doña Juana era adorada por los naturales, como la imagen de la Virgen".
Debido a su actuación, tras el triunfo logrado en el Combate del Villar recibió el rango de teniente coronel por un decreto firmado por Juan Martín de Pueyrredón, Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, el 13 de agosto de 1816. Tras ello, el general Belgrano le hizo entrega simbólica de su sable. El 14 de noviembre de 1816 fue herida en la Batalla de La Laguna, su marido acudió a rescatarla y en este acto fue herido de muerte. La cabeza de Padilla fue exhibida en la plaza pública durante meses, ésta se convirtió en un símbolo de la resistencia. El 15 de mayo de 1817 Juana al frente de cientos de cholos la recuperó.
Siempre vestía en combate, una túnica escarlata con franjas y alamares de oro y un ligero birrete con adornos de plata y plumas azul y blancas, los colores de la bandera del general Belgrano. Juana Azurduy intentó reorganizar la tropa sin recursos, acosada por el enemigo, perdió toda colaboración de los porteños y decidió dirigirse a Salta a combatir junto a las tropas de Güemes, con quien estuvo tres años hasta ser sorprendida por la muerte de éste, en 1821. En 1825 Juana conoce a Manuela Saenz, otra mujer extraordinaria de la independencia americana, quien le escribió:
El Libertador Bolívar me ha comentado la honda emoción que vivió al compartir con el General Sucre, Lanza y el Estado Mayor del Ejército Colombiano, la visita que realizaron para reconocerle sus sacrificios por la libertad y la independencia. El sentimiento que recogí del Libertador, y el ascenso a Coronel que le ha conferido, el primero que firma en la patria de su nombre, se vieron acompañados de comentarios del valor y la abnegación que identificaron a su persona durante los años más difíciles de la lucha por la independencia. No estuvo ausente la memoria de su esposo, el Coronel Manuel Asencio Padilla, y de los recuerdos que la gente tiene del Caudillo y la Amazona.
Manuela Sáenz, 8 de diciembre de 1825
Ese mismo año se declaró la independencia de Bolivia, el mariscal Sucre fue nombrado presidente vitalicio y le otorgó a Juana una pensión, que le fue quitada en 1857 bajo el gobierno de José María Linares. Doña Juana terminó sus días olvidada y en la pobreza, el día 25 de mayo de 1962 cuando estaba por cumplir 82 años, y fue enterrada en una fosa común. Sus restos fueron exhumados 100 años después, para ser guardados en un mausoleo que se construyó en su homenaje en la ciudad de Sucre.
Esta carta fue escrita ocho años más tarde de la muerte de Guemes, cuando vagaba pobre y deprimida por las selvas del Chaco argentino:
"A las muy honorables juntas Provinciales: Doña Juana Azurduy, coronada con el grado de Teniente Coronel por el Supremo Poder Ejecutivo Nacional, emigrada de las provincias de Cbarcas, me presento y digo: Que para concitar la compasión de V. H. y llamar vuestra atención sobre mi deplorable y lastimera suerte, juzgo inútil recorrer mi historia en el curso de la Revolución."
Uno de los pocos momentos de felicidad fue aquel en que sorpresivamente Simón Bolívar, acompañado de Sucre, el caudillo Lanza y otros, se presentó en su humilde vivienda para expresarle su reconocimiento y homenaje a tan gran luchadora. El general venezolano la colmó de elogios en presencia de los demás, y dícese que le manifestó que la nueva república no debería llevar su propio apellido sino el de Padilla, y le concedió una pensión mensual de 60 pesos que luego Sucre aumentó a cien, respondiendo a la solicitud de la caudilla:
"Sólo el sagrado amor a la patria me ha hecho soportable la pérdida de un marido sobre cuya tumba había jurado vengar su muerte y seguir su ejemplo; mas el cielo que señala ya el término de los tiranos, mediante la invencible espada de V.E. quiso regresase a mi casa donde he encontrado disipados mis intereses y agotados todos los medios que pudieran proporcionar mi subsistencia; en fin rodeada de una numerosa familia y de una tierna hija que no tiene más patrimonio que mis lágrimas; ellas son las que ahora me revisten de una gran confianza para presentar a V.E. la funesta lámina de mis desgracias, para que teniéndolas en consideración se digne ordenar el goce de la viudedad de mi finado marido el sueldo que por mi propia graduación puede corresponderme".
Al celebrarse el centenario de su muerte (1960) y el bicentenario de su nacimiento (1980), rescataron su figura dándole grado militar póstumo, nombrándola «heroína nacional» y proponiendo a la Comisión Interamericana que se la declarase «heroína de las Américas». Esta nominación fue concedida por la Comisión Internacional de la Alianza de Mesas Panamericanas celebrada en Acapulco, México, en 1980. En agosto de 2007 el Senado y la Cámara de Diputados de la nación argentina sancionaron la ley 26.27 en donde se declara el 12 de julio Día de las Heroínas y Mártires de la Independencia de América en conmemoración al nacimiento de Juana Azurduy. En 2009, la presidenta de la Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, la nombró generala.
Aun cuando más de una biografía intente reparar de alguna manera el olvido al que se condenó la participación de las mujeres en las históricas luchas revolucionarias, ellas estuvieron allí no sólo como excepción, sino como motores de una línea de acción incluso más radical que la de sus compañeros. Los varones, por supuesto, eran los abanderados indiscutibles de la gesta independentista. Las mujeres, en todo caso, participaban sin nombre propio, cosiendo banderas o arrojando aceite caliente desde las azoteas cuando las tropas reales se abalanzaban contra la insurgencia criolla.
“La historiografía, como muchas disciplinas, ha estado construida bajo categorías analíticas androcéntricas. Es el hombre el centro y el eje sobre el cual giran, avanzan y se explican los sucesos históricos. Es el hombre quien protagoniza y le da importancia al desarrollo de la humanidad”, reconoce Martha Noya Laguna –directora del Centro Juana Azurduy, en Sucre, Bolivia– en el prólogo a la edición boliviana del libro de Wexler. “Los historiadores han logrado que el imaginario social asocie los hechos históricos importantes con el ‘hombre’, no sólo en un sentido biológico, sino enmarcado dentro de un concepto cultural y de género.” Es habitual leer en documentos que contienen información sobre las luchas emancipatorias de América del Sur que las mujeres luchaban con “virtudes sensibles”, mientras que los caballeros eran los que tenían “profesionalismo militar”.
Fuente: Hypatia