lunes, 5 de noviembre de 2012

El valor de la democracia: La masacre de Todos Santos

Magdalena Cajías (4-11-12).- La condición de sede de gobierno de La Paz ha marcado en gran medida su importancia en la vida política nacional, pues revueltas, insurrecciones, motines populares, acciones contestatarias y todo tipo de manifestaciones políticas ocurrieron en ese espacio a lo largo del siglo XX como parte de una larga tradición histórica de resistencia y rebeldía.

Uno de los momentos fundamentales de nuestra historia reciente, tanto como confirmación de las tradiciones paceñas de rebeldía, como para la legitimación del sistema democrático a nivel nacional, fue la resistencia popular al golpe militar estallado el 1 de noviembre de 1979 contra el gobierno constitucional de Wálter Guevara y la joven democracia boliviana. En enero de 1978, la huelga de hambre iniciada un mes antes por cuatro amas de casa de las minas —que logró una generalizada adhesión y solidaridad de diferentes sectores de la sociedad boliviana— había conseguido arrancar la amnistía general e irrestricta y la convocatoria a elecciones al dictador Hugo Banzer después de 14 años de gobiernos militares en Bolivia.

Sin embargo, las elecciones realizadas a mediados de ese año estuvieron cargadas de irregularidades, saliendo a luz que Banzer había favorecido fraudulentamente el triunfo de su pupilo Juan Pereda. La falta de legitimidad del “ganador” lo llevó a dar un golpe de estado antes de que el nuevo congreso pudiese ser instalado. Pero el pueblo no estaba dispuesto a que la instauración de la democracia, por la que tanto había luchado, sea truncada, por lo que exigió en las calles nuevas elecciones.

Como en 1978, la Unidad Democrática y Popular (UDP), constituida en una alternativa de centro izquierda que aglutinó a partidos políticos como el Movimiento Nacionalista Revolucionario de Izquierda (MNR-I), el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y el Partido Comunista de Bolivia (PCB), consiguió el apoyo mayoritario de la población boliviana en las elecciones nacionales realizadas en 1979. Pero tampoco esta vez Hernán Siles Zuazo, candidato a la Presidencia por ese frente, pudo acceder al poder, ya que en el Parlamento se optó por Guevara, del candidato del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), de centro derecha, que había salido segundo en el cómputo electoral.

En medio del estallido de una profunda crisis económica, de movilizaciones sociales comandadas por la Central Obrera Boliviana (COB) en pos de demandas postergadas y aumentos salariales, de la significativa ruptura del Pacto Militar Campesino y el acercamiento de este sector a la COB, así como de radicalización de los sectores de clase media, los militares golpistas y antidemocráticos volvieron a intervenir en la vida política pocos meses después de instalado el gobierno democrático.

En las primeras horas del 1 de noviembre la población conoció que el nuevo golpe, comandado por el coronel Alberto Natush Busch, contaba con el apoyo de algunos políticos movimientistas, como Guillermo Bedregal. Como respuesta inmediata, cientos de pobladores paceños comenzaron a concentrarse espontáneamente en lugares clave de la ciudad, mientras un numeroso grupo de universitarios se congregaba en la Plaza del Estudiante. Y frente al edificio de la COB, en El Prado, centenares de trabajadores pedían a gritos la presencia de Juan Lechín, su máximo dirigente, para que dé las instrucciones de las medidas a tomar.

A nadie le importó en esos momentos que sea un día feriado, el de Todos Santos, que ha sido tradicionalmente respetado y conmemorado en todo el territorio nacional, pues es cuando los difuntos reciben la visita de sus seres queridos en los cementerios, y cuando en las casas se instalan altares, se prenden velas, se preparan suculentas comidas que les gustaban en vida a los que partieron, y se comparten panes, masitas y t’antawawas con todos los que pasan a rezar por algún alma y visitar a sus familiares. Ese Todos Santos fue muy diferente, sólo se pareció a los demás por la presencia de la muerte.

Paceños aguerridos levantaron barricadas con adoquines, maderas y escombros de construcciones cercanas, muebles viejos o llantas desechadas, en El Prado, en la avenida Buenos Aires o en la Garita de Lima. La indignación iba en aumento, así como la tensión y el temor por la represión que podría tomar en cualquier momento el ejército, cuyos efectivos —algunos en tanques y tanquetas— tomaron posiciones en lugares estratégicos y resguardaban armados hasta los dientes la plaza Murillo y el Palacio de Gobierno.

A las diez de la mañana, los militares comenzaron a disparar a los pobladores reunidos en la plaza San Francisco. Se había iniciado la masacre. Ante los disparos, la gente —especialmente los jóvenes y adolescentes— respondió con piedras y gritando que los militares debían retornar a sus cuarteles. Era una lucha desigual y, por lo mismo, heroica. En ese primer momento, cuatro personas cayeron muertas y varias quedaron heridas. Natush seguía hablando de respetar la Constitución.

Es que el militar golpista había calculado mal su estrategia, transmitida en su primera aparición pública, de que su golpe era diferente a otros. Dijo que respetaría la Constitución, que llamaría a elecciones, que se trataba de frenar el caos que se estaba viviendo en esos momentos y, para colmo, convocó a la COB a cogobernar. Nadie le creyó, ni le hizo caso.

Al día siguiente, la resistencia siguió creciendo con miles de paceños en las calles y el cumplimiento en todo el país y por diferentes sectores obrero-populares de la huelga general indefinida decretada por la COB. Mientras tanto, Guevara, el presidente destituido, se negó a acatar el mando del gobierno militar, trasladó su gabinete a un lugar desconocido de la ciudad, convocó al Parlamento para que se pronuncie contra la ruptura de la democracia e inició negociaciones secretas con los golpistas para una salida política.

Como la población siguió movilizada —incluso sabiendo que la COB aceptaba participar de la negociación entre partes encontradas—, el lunes 5 de noviembre, en una ciudad sitiada por militares y con todas sus actividades paralizadas, la represión alcanzó su máximo nivel pero también se hizo sentir con mayor fuerza el heroísmo y coraje popular. En la avenida Camacho, en El Prado, en Tembladerani, en Villa Fátima, en diferentes barrios populares, los militares dispararon contra pobladores que sólo tenían como arma de defensa piedras. La sangre corrió a raudales; los muertos alcanzaron a más de cien y los heridos triplicaron esa cifra, entre ellos, ningún uniformado.

Posteriormente, organismos de derechos humanos publicaron testimonios del horror que se vivió en esos momentos que no sólo alcanzó a los combatientes populares, sino a población civil no involucrada en la lucha. Por ejemplo, en El Tejar, un helicóptero barrió con su metralla una cancha donde jóvenes practicaban fútbol. En la Garita de Lima, las tanquetas dispararon a quemarropa y las balas llegaron a viviendas del lugar. En varios departamentos se produjeron detenciones de líderes sindicales y políticos bajo el pretexto de que estaba vigente la ley marcial. Pero el pueblo no cedió ni desmayó hasta que 15 días después de haber truncado la democracia Natush se vio obligado a renunciar.

Nuevamente el Congreso tuvo la iniciativa en la resolución de la crisis y nombró a la dirigente del MNR Lydia Gueiler presidenta de transición hasta que se produzcan nuevas elecciones. El pueblo, protagonista central de la resistencia, salió a las calles a festejar sin reclamar no haber sido tomado en cuenta. Pero esa es otra historia. Lo fundamental de ese momento ya fue rescatado por René Zavaleta Mercado en su libro Las masas en noviembre: el valor de la democracia, el valor de la lucha por la democracia a pesar del doloroso costo en vidas.

Fuente: Prensa Senado

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