Víctor Montoya (18-12-13).- Siempre que se conmemora el Día del Minero Boliviano, cada 21 de diciembre, recuerdo el año en que mi madre me inscribió como alumno en el nuevo Colegio Junín de Catavi, que terminó de construirse en la pampa María Barzola, al otro lado del cementerio y cruzando un río caudaloso en épocas de crecida. Lo que desconocía por entonces era que ese Colegio, donde los hijos de los mineros asistíamos por las tardes, porque el turno de las mañanas estaba reservado exclusivamente para los hijos de los técnicos de la empresa, se construyó en el mismo lugar donde se perpetró la masacre minera en diciembre de 1942.
Sólo años más tarde, cuando empecé a leer la historia de las masacres obreras, me enteré de que esa pampa, por la cual anduve y desanduve con la carpeta a cuestas, estaba regada con la sangre de las familias mineras. Me enteré también que la masacre de Catavi, como todas las registradas en la historia del movimiento sindical boliviano, fue protagonizada por las fuerzas represivas del Estado minero-feudal, controladas por los “Barones del Estaño” (Patiño, Hochschild y Aramayo), quienes, desde principios del siglo XX y en el marco de un sistema de explotación capitalista, trazaron el rumbo de la vida económica y política del país, teniendo como aliado a la jerarquía castrense, cuyo principal objetivo, más que defender la soberanía nacional, consistía en sofocar los brotes de protesta de los obreros politizados y sindicalizados.
La masacre de Catavi se produjo cuando el presidente Enrique Peñaranda (1940-1943), lacayo de los “Barones del Estaño”, dispuso suministrar estaño barato a Estados Unidos e Inglaterra a cambio de la pobreza de los mineros bolivianos, que arrojaban sus pulmones en los tenebrosos socavones para que otros vivan mejor. Los “Barones del Estaño” disfrutaban de sus riquezas en el exterior, mientras los trabajadores de las minas se morían antes de cumplir los 40 años de edad, reventados por la explotación y la silicosis.
El 30 de septiembre de 1942, el único sindicato que conservaba la legalidad, el de Oficios Varios de Catavi, planteó a las autoridades de la empresa Patiño Mines un pliego petitorio, consistente en dos puntos fundamentales: 1) Aumento de sueldos y salarios, y 2) Mantenimiento de los precios en las pulperías.
Simón I. Patiño, por intermedio del gerente de su empresa, rechazó el pedido y solicitó al gobierno declarar estado de sitio, poner orden en los campamentos y actuar, en caso de ser necesario, con el lenguaje de las armas contra la intransigencia de los huelguistas que, exigiendo mejores condiciones de vida y de trabajo, se mantuvieron incólumes desde el 14 de diciembre.
El gobierno movilizó tropas del Ejército y carabineros con destino a Catavi, declaró a los distritos mineros de Uncía y Llallagua bajo jurisdicción militar y ordenó que el comandante de la Región Militar Nro. 3, con sede en Oruro, se traslade a Llallagua para tomar la jefatura de las tropas acantonadas en la zona y de otras que se enviarían posteriormente, asumiendo las responsabilidades de mantener el orden y evitar la huelga minera a cualquier precio.
El lunes 21 de diciembre, en horas de la mañana, los mineros, decididos a defender sus derechos laborales y conquistar sus reivindicaciones económicas, se reunieron en Uncía, Siglo XX y Cancañiri. Poco más tarde, los manifestantes que partieron desde Siglo XX, tomaron la carretera de acceso a Catavi. Hicieron un alto a la altura del cementerio y esperaron a sus compañeros de Uncía en el empalme de los caminos.
La muchedumbre, una vez reunida en un total de 7.000 a 8.000 personas, prosiguió la marcha en tres columnas hacia Catavi. En las primeras filas habían mujeres y niños junto a los mineros de vanguardia que, portando banderas rojas y aferrados a la firme decisión de reclamar el pago de sus salarios, que la empresa dejó en suspenso por órdenes del gobierno, marcharon atronando cartuchos de dinamita y levantado polvareda bajo un sol que inundaba la mañana.
Los tres oficiales del Regimiento Ingavi y los 200 efectivos militares, apostados en la parte superior de Catavi, con las ametralladoras emplazadas en la planicie, tenían órdenes de disparar arriba para amedrentar y dispersar a los manifestantes. Así lo hicieron, las primeras descargas fueron disparadas al aire, pero después, al constatar que la multitud seguía rumbo a la gerencia de la Empresa Minera Catavi, descargaron la artillería contra los cuerpos a sangre fría.
De pronto, entre el alarido de las mujeres y el grito de protesta de los hombres, cayó una lluvia de plomo y fuego que hizo vibrar la pampa como el lomo de un caballo al galope. La palliri María Barzola, que estaba en la fila de vanguardia, haciendo flamear la bandera tricolor y arengando contra las tropas dispuestas a convertir la pampa en un baño de sangre, fue la primera en caer abatida por las balas, envuelta en la bandera nacional y la mirada perdida en el horizonte. Los demás cuerpos caían entre “ayes” de dolor y los heridos se arrastraban entre las piedras y los arbustos.
Los sobrevivientes se desbandaron en estampida y, entre el pánico y el dolor, buscaron refugio en las quebradas del río, mientras otros se replegaban hacia la población de Llallagua. Los disparos comenzaron a las diez de la mañana y se prolongaron hasta las tres de la tarde; un tiempo suficiente como para dejar constancia de que la oligarquía minera tenía la fuerza y la razón. Al término de la masacre, en la pampa quedó un reguero de muertos y de heridos, incluyendo a mujeres y niños.
Todo lo relatado, como ustedes supondrán, forma parte de la historia del movimiento obrero boliviano, pero lo que no logro entender hasta ahora es por qué a ese establecimiento educativo, donde cursé un año del ciclo intermedio, le pusieron el nombre de Colegio Junín y no el nombre de María Barzola, en justo homenaje a la mujer que entregó su vida a la causa de los mineros, que pugnaban por liberarse de los látigos del imperialismo, conscientes de que era posible construir una sociedad más justa y democrática.
Lo peor es que, cuando retorné a la pampa María Barzola, después de más de treinta años de ausencia, me enteré de que el Colegio Junín pasó a depender de la Universidad Nacional de Siglo XX, donde actualmente funcionan algunas de sus facultades. Sin embargo, no sé si los estudiantes universitarios, quienes serán los futuros profesionales del país, saben que en ese mismo lugar, donde la oligarquía minera perpetró la funesta masacre, se firmó también el decreto de la Nacionalización de las Minas el 31 de octubre de 1952.
Con todo, me consuela la idea de saber que esa pampa árida y pedregosa pasó a los anales de la historia como el Campo de María Barzola y que el 21 de diciembre de cada año se conmemora el Día del Minero Boliviano en honor y memoria a los caídos en la masacre de Catavi, una población ubicada al norte de Potosí, donde los mineros, las amas de casa y los hijos de los mineros aprendimos a tomar conciencia de que la justicia social no es un regalo de nadie, sino una conquista que está escrita con sangre obrera.
Fuente: BolPress
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